Se ha ido como era ella, discreta, sin molestar, y hasta el último día, aun con el cuerpo ya maltrecho, cumplió con lo único que le importaba, esperar detrás de la puerta sin moverse durante horas a que las niñas regresaran del colegio.
Cuando las presentía por el olfato en la esquina de la colonia movía el rabo y emitía unos tenues gruñidos de alegría. Y para expresar su felicidad buscaba un juguete y las recibía con él en la boca contoneándose. Era su gracia de la que parecía estar tan orgullosa. Se llamaba Perdita y ha muerto dándonos a toda la familia una lección de humildad. No exigía nada, un breve gesto y se apartaba, pero te seguía con la mirada siempre atenta y complaciente sin esperar ninguna recompensa. Perdita formará parte de mi memoria que no podría reconstruir sin recordar los perros que han pasado por mi vida.
Aquel chucho sin nombre que murió atropellado por un camión arrancó mis primeras lágrimas de niño. Después, el Chevalier fue mi amigo inseparable en la adolescencia y con él a los pies llevo asociadas las lecturas de Salgari los veranos en la hamaca.
Con la perra Lara, una inglesa aristócrata nacida en Kensington, de la que aprendí los buenos modales, atravesé la transición a la democracia. Nela llegó con los socialistas. Solo ladraba a cosas inesperadas, a la luna llena, a los pájaros, a las lagartijas, a la primera rosa que brotaba el jardín, pero tuvo la mala suerte de compartir los últimos años con Toby, un chucho golfo recogido en la calle, que se vio obligado a ser extremadamente gracioso para abrirse un hueco en nuestras vidas. Era un ratón con alma de mastín.
Las cenizas de Perdita se reunirán con las de todos ellos, también con las de los perros campeones Linda y Ron, bajo un limonero junto al mar de Denia a la sombra del Mongó, allí donde en los tiempos felices todos aprendieron a perseguir a las mariposas.